Thursday, March 28, 2013

Poema No. 136


 
 

Vengo a relatarles, vengo y no voy, un evento, uno y no dos, antiguo, muy antiguo, tanto como las barbas de Adán, como el ojo de aguja por donde todavía pasan los camellos.  Tan antiguo que tuve que desamarrar la viga que sostenía al mundo anclado a la ceiba gigante y aún asi tuve que comprarle pescaditos de azúcar, de los que dan de ñapa en la memoria de los niños que se niegan a dormir, para que se fuera, por fin, se fuera volando como un globo de feria y pudieran bajar, sí, bajar y no subir, los viejos, los cuentistas, con sus barbas luengas y las manos llenas de polvo de estrella y las aes, las aches,oes, emes, comas y puntos suspensivos flotando entre los pichachos de sus sombreros singulares.  
        
 
Bajaron un dia y no una noche, aunque aquí las noches duran sepetecientos pestañeos y un suspiro.  Bajaron montados a horcajadas en gaviotas de harina que se iban y no venían deshaciendo a medida que batían las alas en una enorme batidora que llenaba todo lo que el ojo alcanzara y eso que el ojo no era muy buen corredor.  Dejaban tras de sí y no de mí ni de nosotros, una polvareda tan grande que podía verse fácilmente a siete leguas o a vuelo de pájaro.
 

Polvo de harina. Un momento.  Estiro la mano un metro cuarenta y cinco centímetros para alcanzar el frasco de bolas amarillas que se burla de mí con carcajadas de cerezas que le hacen estremecer su barriga hinchada de comelón empedernido.Uf! Vano intento.  Solo logro rozarlo.  Cae  la tapa al suelo y se forma la corredera. 
 
 Se escapan las galletitas de animales.   Corren por todos lados como alucinadas.  Un caballo de tres patas tratando de alcanzar a un elefante con la trompa carcomida; detrás vienen dos tortugas y un león con su melena bien peinada.  Animales por todos lados. Huyendo.  Despavoridos.  A duras penas logro alcanzar a un rinoceronte que trata de esconderse detrás de la engrapadora.  Mas allá, una cebra insiste en meterse debajo de la computadora.  Dos bocados. Dos.  Eso es todo.  Polvo de harina.
 
 
Prosigamos.    

Eramos tres, al principio, dijo la golondrina, sacudiéndose un poco la harina de las alas.  Se paró de cabeza y sacó un largo pergamino que llevaba enrrollado en su bolsa de cartero.  Un pergamino muy apergaminado. Peqado con escamas de peces y hecho de corteza de plantas de pies de gigantes.  Ahora éramos mas de cien millones sobre aquella primera gota de agua.  Ejem, ejem.  Todos los ojos dejaron de divagar y volvieron corriendo con sus paraguitos y tapetes voldores y se sentaron al pie de la ceiba gigantesca.  Movamos este cántaro de lugar.  
 
 
  Una rana con cara de iguana dícese que dijo con el ovillo amarillo de lana fijo en el orificio del edificio.  No, me oí decir, como quien oye llover y me reí a diestra y siniestra.  No lo moverán a menos que lo muevan. Hubo una muestra de solidaridad de parte de los soldados y el lechero,que esperaba con calma la llegada de los extraterrestres, se acostó y se durmió, debajo de la ceiba gigantesca. 

 Estado de sitio.  Control total.

Lo primero que veo es una ventana.  No hay paredes ni techo ni piso.

Luego el conejo.  Porqué siempre tiene que ser el conejo? Porqué no puede ser un avestruz con un sombrero de fieltro o un puerco espín bien peliagudo?  Y justo tenía que llegar ahora cuando el horno debajo de la ceiba comienza a hacer subir las hormigas por el tronco.  El conejo se detiene al pie de la ventana. 
 

 
 Me mira con ojos de tablero de ajedrez y me dice:  Huyamos.  El hueco de la ventana comienza a encogerse y, como en el cuento de Alicia en el País de las Maravillas, me tiro de cabeza, sin esperar ni un segundo.  Zaz!  Ahora somos un millón sepetecientos yos huyendo.  Y el conejo?

 

Eran las tres de la tarde.  Como si fuera hoy.  Sobre la mesa de tablas disparejas una mujer diminuta mira su reloj de pulsera y taconea impacientemente. Del techo caen tres girasoles verdes y un bastón.  Afuera, el día se ha vuelto al revés y las gallinas han comenzado a subirse a la ceiba gigantesca.  Una luna carcomida dispara pétalos ensangrentados sobre los transeúntes que pasan, sin detenerse, montados en camellos azules.  Es la hora.  La mandrágora.  La mandrágora que cuelga de una de las ramas de la ceiba, saca una lengua larga y sinuosa y  lame las cabezas de los que pasan.  Es la hora.

A ver, pequeñuela, como te llamarás?  Dícese que dijo la rana con cara de iguana con su ovillo amarillo de lana.  La mujer diminuta le mira con ojos airados.  Abre la boca de la que se escapan unas letras agarradas de la mano:  Losa brasmaña napor lam a  ñan a,

Qué hora es?  Pregunta la misma rana con cara de iguana.

Es hora de sacar la ropa de la lavadora, alguien contesta a traves de mi boca cerrada.



Escrito por Sandra Collazos McPherson
Dallas, TX, March 28th, 2013

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