Vengo a relatarles, vengo y no voy, un evento, uno y
no dos, antiguo, muy antiguo, tanto como las barbas de Adán, como el ojo de aguja por donde todavía pasan
los camellos. Tan antiguo que tuve que
desamarrar la viga que sostenía al mundo anclado a la ceiba gigante y aún asi
tuve que comprarle pescaditos de azúcar, de los que dan de ñapa en la memoria
de los niños que se niegan a dormir, para que se fuera, por fin, se fuera
volando como un globo de feria y pudieran bajar, sí, bajar y no subir, los
viejos, los cuentistas, con sus barbas luengas y las manos llenas de polvo de
estrella y las aes, las aches,oes, emes, comas y puntos suspensivos flotando
entre los pichachos de sus sombreros singulares.
Bajaron un dia y no una noche, aunque aquí las noches
duran sepetecientos pestañeos y un suspiro.
Bajaron montados a horcajadas en gaviotas de harina que se iban y no
venían deshaciendo a medida que batían las alas en una enorme batidora que
llenaba todo lo que el ojo alcanzara y eso que el ojo no era muy buen
corredor. Dejaban tras de sí y no de mí
ni de nosotros, una polvareda tan grande que podía verse fácilmente a siete
leguas o a vuelo de pájaro.
Polvo de harina. Un momento. Estiro la mano un metro cuarenta y cinco
centímetros para alcanzar el frasco de bolas amarillas que se burla de mí con
carcajadas de cerezas que le hacen estremecer su barriga hinchada de comelón
empedernido.Uf! Vano intento. Solo logro
rozarlo. Cae la tapa al suelo y se forma la
corredera.
Se escapan las galletitas de
animales. Corren por todos lados como
alucinadas. Un caballo de tres patas
tratando de alcanzar a un elefante con la trompa carcomida; detrás vienen dos
tortugas y un león con su melena bien peinada.
Animales por todos lados. Huyendo.
Despavoridos. A duras penas logro
alcanzar a un rinoceronte que trata de esconderse detrás de la
engrapadora. Mas allá, una cebra insiste
en meterse debajo de la computadora. Dos
bocados. Dos. Eso es todo. Polvo de harina.
Prosigamos.
Eramos tres, al principio, dijo la golondrina,
sacudiéndose un poco la harina de las alas.
Se paró de cabeza y sacó un largo pergamino que llevaba enrrollado en su
bolsa de cartero. Un pergamino muy
apergaminado. Peqado con escamas de peces y hecho de corteza de plantas de pies
de gigantes. Ahora éramos mas de cien
millones sobre aquella primera gota de agua.
Ejem, ejem. Todos los ojos
dejaron de divagar y volvieron corriendo con sus paraguitos y tapetes voldores
y se sentaron al pie de la ceiba gigantesca.
Movamos este cántaro de lugar.
Una rana con cara de iguana dícese que
dijo con el ovillo amarillo de lana fijo en el orificio del edificio. No, me oí decir, como quien oye llover y me
reí a diestra y siniestra. No lo moverán
a menos que lo muevan. Hubo una muestra de solidaridad de parte de los soldados
y el lechero,que esperaba con calma la llegada de los extraterrestres, se
acostó y se durmió, debajo de la ceiba gigantesca.
Estado de
sitio. Control total.
Lo primero que veo es una ventana. No hay paredes ni techo ni piso.
Luego el conejo.
Porqué siempre tiene que ser el conejo? Porqué no puede ser un avestruz
con un sombrero de fieltro o un puerco espín bien peliagudo? Y justo tenía que llegar ahora cuando el
horno debajo de la ceiba comienza a hacer subir las hormigas por el
tronco. El conejo se detiene al pie de
la ventana.
Me mira con ojos de tablero
de ajedrez y me dice: Huyamos. El hueco de la ventana comienza a encogerse
y, como en el cuento de Alicia en el País de las Maravillas, me tiro de cabeza,
sin esperar ni un segundo. Zaz! Ahora somos un millón sepetecientos yos
huyendo. Y el conejo?
Eran las tres de la tarde. Como si fuera hoy. Sobre la mesa de tablas disparejas una mujer
diminuta mira su reloj de pulsera y taconea impacientemente. Del techo caen
tres girasoles verdes y un bastón.
Afuera, el día se ha vuelto al revés y las gallinas han comenzado a
subirse a la ceiba gigantesca. Una luna
carcomida dispara pétalos ensangrentados sobre los transeúntes que pasan, sin
detenerse, montados en camellos azules.
Es la hora. La mandrágora. La mandrágora que cuelga de una de las ramas
de la ceiba, saca una lengua larga y sinuosa y
lame las cabezas de los que pasan.
Es la hora.
A ver, pequeñuela, como te llamarás? Dícese que dijo la rana con cara de iguana
con su ovillo amarillo de lana. La mujer
diminuta le mira con ojos airados. Abre
la boca de la que se escapan unas letras agarradas de la mano: Losa brasmaña napor lam a ñan a,
Qué hora es?
Pregunta la misma rana con cara de iguana.
Es hora de sacar la ropa de la lavadora, alguien
contesta a traves de mi boca cerrada.
Escrito por Sandra Collazos McPherson
Dallas, TX, March 28th, 2013
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